martes, 20 de mayo de 2008

MEMORIAS DE UNA RATA - Carlos Eduardo Zavaleta

Es un autor que en los últimos dos años ha publicado tres libros; y éste último, el de esta tarde, tiene un título valiente, provocador, que pocos se atreverían a pronunciar; se titula Memorias de una rata, pero narrado con tanta astucia, que detrás de ese título, quizá desagradable para algunos, él lo usa como señuelo, y fija mejor su tema con una cita de Nicolai Ostrovski, que es un elogio a la vida. O sea, pues, que esto que aparentemente va a ser algo como una provocación o una burla, tiene un cimiento ideológico, que está dado por Ostrovski en su libro Asi se templó el acero.

O sea, pues, estamos en un camino en que ni el bien ni el mal están todavía visibles, pero lo que ya de antemano él nos expresa es que ha tomado partido, a pesar de este título de la rata, que puede ser desagradable, a pesar de Memorias de una rata, a pesar de eso, está de lado del elogio de la vida y la dignidad y la limpieza, es una especie de advertencia para aquellos que la han corrompido o que pretenden corromperla.

¿Cuál podría ser esa enfermedad estúpida o esa casualidad trágica?
¿Acaso ver que algunos miembros de la sociedad se transforman en ratas, así como Kafka los transformó en escarabajos irrevocables?. Quizá este umbral es sólo un truco para asustarnos, más allá podemos incluso tocar algunas noches, el cielo y llegar hasta el centro del amor. En verdad oscilamos entre dos puntos y dos mundos, lo horrible y lo bello.

El primer mundo está descrito claramente:
«Reconocer ser una alimaña o una rata,
ofendiendo ese ser,
es justificar lo miserable que
conscientemente se es.
Pero es deliciosa la multiplicidad
de placer con ellas».

Hay un mundo nocturno, distinto, desordenado, que existe sobriamente dentro de nosotros, entonces ahí él da su oráculo del mal; las maldades tremendas, las escondidas, las verdaderas, las propuestas, soñadas o mentadas para mañana, pero desgraciadamente realizadas ayer.

De este oráculo del mal hay que acordamos cuando veamos este tipo de poemas, para damos cuenta de que éstos buscan justamente el centro de las cosas, centran el meollo, sientan aquello que es oscuro y es indivisible para los neófitos.

Y hay otro poema, diametralmente distinto, titulado simbólicamente Agua de vida; qué hermoso título:

«Me encanta recorrer tus curvas y tropezar.
Caer a tus abismos y en tus aguas
extasiarme de tus crestas y tus olas.
Tragar tus aguas y tus algas.
Besar la arena
y de placer ahogarme con tus delirios y tus sabias
envolviéndome por tus olas
hasta quedar desnudo a tus pies y
pegado a tu vientre lamiendo
agua salada»

Es hermoso el poema, el amor dentro de la memoria de una rata; es el mismo amor sublime que nosotros podemos soñar, o tal vez un día, por un minuto, gozar, ¿qué diferencia hay?. Allí en ese submundo también puede haber una aspiración profundamente humana.

Por este camino vanguardista, y tal vez con el ejemplo de César Moro, de Alberto Hidalgo o de Xavier Abril, Pedro nos lleva hasta su concepción de los límites inexpugnables de la vida, hasta el llamado pecado original. Y se atreve también a confesarse como un torturado por la vagina, suponiendo ser el único, cuando habernos muchos hombres y mujeres torturados por aquel símbolo enigmático e inicial.

Pero, poco a poco, debajo de este indicador y dominador de monstruos que es el poeta, ojalá éste venciera, dominara, porque estamos en una época en que parece que nadie domina a las ratas, y que cada día surgen más. Debajo de esos monstruos vivos el niño ingenuo, campesino, encuentra pleno de felicidad, un campo de cebada fresca, que le recuerda a su tierra natal, el Callejón de Huaylas, Caraz.

Y de ese concepto: paisaje, pintura de la cebada fresca, pasa como contrapunto a descifrar el turbio Rímac, otra confesión de que no le gusta mucho Lima, lo que ya se preveía en un provinciano. Cuando él quiere viajar así fuese en un ómnibus común y corriente, de esos que se caen cada noche por la carretera hacia Chimbote o al Callejón de Huaylas, el deseo no puede cumplirse, porque no tiene dinero suficiente para pagar el pasaje y así el poema se titula Nostalgia sin pasaje, es uno de los más hermosos que ha podido producir la pobreza en el Perú, cuando aquel que quiere regresar a su patria pequeña, a su terruño inolvidable, no puede porque le falta el dinero. Nostalgia sin pasaje, es en verdad un canto a la pobreza, pero también a las triquiñuelas y vivezas criollas de los choferes que no parten si no hay pasajeros suficientes. El poeta Pedro López, sin duda, el mismo estudiante y luego ciudadano, sintió ese dolor ante el ómnibus que no partía a su terruño:

«40 asientos libres
No es rentable, dicen,
Parece que no veré a la familia
este fin de semana
Espero me crean»

¿Por qué no vamos a creerle? Si hay tantos tropiezos actuales para el provinciano, y cuando por fin tenga suerte y llegue a su pueblo natal ¿qué ha de encontrar en esas poblaciones olvidadas, abandonadas, fantasmales, a las cuales todavía no llegan siquiera los siglos XIX y XX? y ¿qué le impresionará más de ese pequeño pueblo casi desierto? El poeta está aquí en su faceta romántica, alejado de la vanguardista, y las cosas se presentan más limpias, más cercanas al corazón.

En su faceta romántica nos describe El entierro en mi pueblo, de un libro anterior que también es muy hermoso llamado Paralelo 69, qué puede encontrar el provinciano que ha deseado tanto llegar a su tierra.

El no es un fatalista, como lo hemos dicho, él puede haber escarbado en el mundo nocturno de lo que llama ratas, pero él siempre ha sido un partidario de la vida, un partidario del amor; sobre todo de su terruño, al que regresa él.

En resumen, un libro, o mejor aún, un poeta interesantísimo, variado, atrevido, vanguardista por sus temas osados y su léxico sin barrera. Aunque también él sea nostálgico y romántico, todo a la vez, como debe serlo un hombre de corazón joven, abierto, valiente y en busca de la belleza. Pero también, y eso es muy importante, de la justicia, y sobre todo, de la justicia social en nuestro país.

Carlos Eduardo Zavaleta (2002)

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